
El número 51 de Texturas
Cuando me llegó el número 51 de Texturas, que ilustra este post, me quedé un rato atrapada por el título: «50 razones para no dedicarse al libro y una sola para hacerlo». Eso sumaba 51. Hasta ahí llegó mi perspicacia sin parangón. Pero ¿qué me querían decir los editores de la revista?
Por lo visto, todo empezó con Javier Marías quien, allá por 1993, escribió una ponencia titulada «Siete razones para no escribir novelas (y una sola para escribirlas)» en la que desmontaba numerosos mitos en torno a la vida del escritor. Texturas tomó prestada la idea y pidieron a once profesionales del mundo de los libros que les dieran 5 razones por las que no se dedicarían al libro y una sola por la que sí lo harían.
Leí todos los artículos con verdadero deleite. Era como sentarme con esos profesionales a compartir cuitas. ¡Las suyas se parecen tanto a las que me abrumaban cuando trabajaba en una editorial! ¡Se parecen tanto a las que tengo ahora que soy autónoma!
Las penas y las alegrías del mundo del libro
En su contribución, Bárbara Mingo, que es correctora (y escritora, creo) dice cosas que yo pienso, pero las dice mucho mejor, con más salero y mucho tino. Empieza visualizando esas facturas que un autónomo tarda meses en cobrar. Menciona esas cantidades tan ridículas que enfadan y avergüenzan a partes iguales. Habla de ese afán que tenemos los autónomos por decir que sí a cualquier encargo y esa sensación posterior de habernos equivocado al aceptarlo. Y al final nos cuenta que el trabajo le gusta porque es una conversación con el idioma, le maravilla los ratos que ha pasado «zambullida en un texto ajeno […] que durante ese tiempo representaba todo el idioma, el único que había».
Qué forma tan bonita de describir lo que hacemos los correctores.
Verónica García, distribuidora de Machado, describe situaciones muy graciosas como la dolencia que sufren los editores que no ven sus libros en las librerías y, sin embargo, localizan los de la competencia a cuatro metros de distancia. Asegura que, pase lo que pase, el distribuidor tiene la culpa. Sin embargo, termina diciendo que compartir proyectos con los compañeros de viaje (autores, traductores, libreros…) merece todos los sinsabores.
Ricardo Artola, editor, coincide en mencionar lo difícil que es ganar dinero con los libros. Esto lo dirá casi cualquiera que trabaje en este mundo —y en esta sección de la revista se repite en casi todas las colaboraciones— pues la cuestión pecuniaria sí importa, como el tamaño. Pero empieza por decir que se gana la vida con lo que más le gusta: leer. Y acaba con una observación interesante: la gente que ha llegado a este oficio más o menos por accidente, desde otros oficios muy distintos, ya nunca lo abandona.
Después de leer este número de Texturas de cabo a rabo, decidí lanzarme a escribir un post con la misma premisa, la única diferencia fue que encontré 2 razones para dedicarme al libro y 5 para no hacerlo.
2 razones para dedicarme al libro
Cuando me marché del sello Planeta en el año 2014, lo hice convencida de que me iba a dedicar a «otra cosa». No sabía qué, pero tenía que ser capaz de hacer algo distinto. Sé manejar el estrés, sé hacer presupuestos y respetarlos a rajatabla, sé corregir, sé trabajar bajo presión, sé llevar a un equipo de personas, sé lidiar con la imprenta, con realización, marketing, diseño, prensa y una pila de jefes. Eso tiene que valer para algo. ¿No?
Me fui y seguí trabajando en esto de los libros. «Bueno, una temporada», me dije. «Hasta que encuentre algo». ¿Dar clases de español? ¿O de inglés? ¿Poner una mercería?
La «temporada» dura ya diez años.
Así que tengo 2 razones para dedicarme a este oficio. Una es que resulta que no sé hacer otra cosa. La otra es sencilla: me gusta. Me gusta escribir, reescribir y corregir. Me gusta dar vueltas a las palabras para que encuentren su sitio. Me gustan las palabras que describen este oficio, el libro y sus partes. Me gusta la tipografía y me gustan las cubiertas. Me gustan las imprentas y el olor a papel. Y me gustan los autores. Termino por quererlos a casi todos. Síndrome de Estocolmo lo llamaba mi compañera del metal, la editora Ana García D’Atri.
Soy de esas personas de las que habla Artola. Llegué al mundillo un poco de rebote. Quería ser actriz (no reírse, por favor) o periodista, pero mis primeros trabajos fueron de guía turística (aunque me llamaban «animadora sociocultural» ¿?) y de traductora. Tuve la suerte de hacer unas prácticas durante un mes o dos en la revista Historia16, con vistas a seguir en el Grupo16 como periodista. Cuando la revista se convirtió en una pequeña editorial, me quedé. Me enseñaron cómo se hacían los libros y ¡me empezaron a pagar por leer! Después, ya nunca dejaría de estar vinculada al mundo de la edición.
5 razones para no dedicarme al libro
Las 5 razones por las que no me dedicaría al libro son fáciles de enumerar. Tanto, que creo que podría encontrar bastantes más. Pero veamos las cinco que me vinieron a la cabeza cuando me impuse este reto.
1. La presión
La presión a la que te someten los jefes es abrumadora, pero peor es andar presionando a los demás: al autor para que escriba, al traductor para que entregue antes de lo que dice su contrato, al corrector para que no se le escape nada, al comercial para que haga caso a «mis» autores, al diseñador para que dé con una cubierta nunca vista, al distribuidor para que lleguen ejemplares al pueblo remoto del autor…
Hace mucho me encontré a Carmen Criado en la Feria de Frankfurt. Ella fue, durante años, editora de Alianza y nos conocimos cuando yo trabajaba en Cátedra, ambos sellos de Anaya. Me contó con una sonrisa de felicidad que era el último año que iba a la feria, porque se jubilaba. Le pregunté si lo echaría de menos. Me dijo que había cosas que sí, pero me explicó se había hartado de perseguir a todo el mundo. Ser editora, dijo, consiste en perseguir a la gente.
2. Los autores
Aguantar a autores con un ego como un estado de fútbol también es agotador. Hay que tener más paciencia que con un bebé que tiene un cólico. Se ponen en un estado obsesivo compulsivo cuando su libro está a punto de salir y te dejan claro que, si no vende, va a ser culpa tuya. (Lo siento, Verónica García, la culpa SIEMPRE es del editor). Si, por el contrario, vende más que Ken Follett, los méritos serán enteramente del autor. Obvio.
3. Los jefes
Yo he tenido tal cantidad de jefes a lo largo de mi vida que empecé un blog de coña en el que me molesté en contarlos y me salían 18 o 19, en 25 años. Eso es una media de casi un jefe al año y, sinceramente, es mucho y muy cansao. Acabé harta de que me quitaran a uno con el que había conseguido llevarme bien y me pusieran a otra con la que no tanto. En según qué empresa llegué a tener tres por encima y me costaba saber qué hacía cada uno.
Os quiero, exjefes. He aprendido todo lo que sé de vosotros. Os mando abrazos apretados desde aquí.
4. El infierno son los demás
No son solo los jefes, son las doscientas personas que pasan por tu mesa al día para decirte que todo es espantoso y que vamos todos al abismo con el proyecto que tenemos entre manos. Hay que recordarles que ¡hacemos libros! No operamos a corazón abierto, no tomamos decisiones políticas que afectan a todo el país, ni construimos puentes levadizos. No pasa nada si el libro tiene una pequeña errata.
5. Las erratas
Uno de esos jefes SIEMPRE abre el libro por la única página en la que hay una errata y SIEMPRE viene a tu mesa para dejarte saber que la ha visto.
Ay.
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