
En el ABC Cultural del 14 de mayo de 2017 se hablaba de la función del editor en el primer reportaje de una serie, que anuncian, sobre los agentes implicados en el universo editorial. Me pareció interesantísimo porque yo vivo en ese universo, así que me voy a permitir seguir la estela del suplemento cultural y escribir aquí varios artículos sobre el tema.
En el que abre la serie del ABC se habla del editor como prescriptor y, desde luego, esa es una de sus funciones más obvias de «puertas afuera» y, probablemente, una de las más importantes. Pero si miramos hacia dentro, a la función del editor en el entramado de la editorial, la perspectiva será muy diferente; y si nos fijamos en la relación que establece con el autor, nos llegará otra imagen.
Esta relación ha quedado plasmada en libros fabulosos de los que también hablaré más adelante, como El autor y su editor, de Siegfried Unseld (Taurus), Opiniones mohicanas, de Jorge Herralde (Acantilado), La edición sin editores, de André Schiffrin (Península), Confesiones de una editora poco mentirosa, de Esther Tusquets, o Lo peor no son los autores, de Mario Muchnik, entre otros. (Merece la pena destacar lo buenos que son todos los títulos y lo que dicen de cada uno de los libros). Hay muchísimos más y se escribirán más aún, porque es una relación complicada —como todas las de los hombres—, y, por tanto, fascinante.
Escribir, como cualquier otro acto creativo, es quedarse completamente desnudo delante de tus allegados (que ya es difícil), pero también ante un número indeterminado de personas que no sabe nada sobre ti. Hoy día, con las redes sociales, es el mundo entero, si es que quieren mirar. Es un acto de valentía que acobarda a cualquiera. Por eso, el autor, a medida que se acerca la fecha de publicación se convierte en un ser vulnerable, lleno de dudas e inseguridades que, en ocasiones —no siempre, gracias a Dios— lo transforman en un ogro difícil de soportar. Es algo que no se enseña en los Másteres de Edición, ni en la Universidad, ni en escuelas de editores, porque las relaciones personales son difíciles de trasladar a un manual de instrucciones. Esto se descubre trabajando y ocurre bastante pronto: en cuanto el editor hace su primer libro. De ahí que en las editoriales se oigan tanto frases como éstas: «Cada libro es un mundo», «Cada libro tiene sus problemas»; y otras más tremendas —y bastante graciosas— como: «No hay autor bueno» o «No hay mejor autor que un autor muerto». Y es que cuando se trabaja con personas, nunca se sabe qué puede pasar. Hacer libros es trabajar con letras y palabras, imprentas y diseñadores, pero detrás de cada uno de los procesos, hay personas, y la más importante a la hora de publicar un libro es quien lo ha escrito: El Autor.
Es una de las dificultades de ser editor, pero también puede ser una de las partes más gratificantes del trabajo y trae consigo amistades con las que uno jamás hubiera soñado. Ahora bien, estas amistades no se establecen con facilidad, no suele haber flechazos. Hay que armarse de paciencia, ejercer de psicólogo, tener mucho pesquis (palabra maravillosa que apenas se utiliza), ser un poco madre, un poco hermano mayor… y tener mucho respeto por esa creación que el autor te confía después de haberse dejado allí el alma. Hay que tener la capacidad de ponerse en el lugar del otro, para ayudar a que su obra vea la luz y crezca hasta convertirse en algo de lo que ambos —autor y editor— puedan sentirse orgullosos.
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