
Tengo una sobrina que siempre está leyendo y, cuando nos vemos, nuestras conversaciones giran alrededor de los libros (o de Estados Unidos, pero esa es otra historia). Ya os hablé de ella en este post. Todo empezó hace bastantes años, un día en la piscina. Estábamos dando volteretas y haciéndonos ahogadillas cuando, exhaustas tras las luchas acuáticas, decidimos firmar una tregua. Nos agarramos al borde y nos pusimos a charlar. Todos mis sobrinos saben que yo soy «la tía que solo regala libros», «la tía que HACE libros», «la tía que no nos deja poner faltas de ortografía en los guasaps». En resumen, la tía pesada, también conocida durante algunos años como «la policía de las palabras».
Me dijo que estaba leyendo Las brujas de Roald Dahl y le contesté que era uno de mis favoritos, aunque las brujas en sí, no me entusiasman. Me dan bastante miedo. A ella las brujas le daban igual y le parecía estupendo que el prota terminara convertido en un ratón.
—¿Conoces a Roald Dahl? —me preguntó muy sorprendida.
—¡Claro! —respondí—. Creo que me he leído casi todo lo que ha escrito para mayores y para niños.
—¿Para mayoreeees? Creí que sólo escribía para niños.
—Pues no. También escribe para mayores, pero cuéntame cuáles has leído tú.
—Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda, James y el melocotón gigante…
Entonces la sobrina lectora tenía 8 o 9 años y se liaba bastante al intentar contarme las historias de su autor favorito. Le costaba recordar cómo empezaban, no sabía cómo transmitirlas de una manera ordenada. Unos años más tarde, noté que había aprendido a resumir, narraba incluso con cierto suspense, sabía argumentar por qué le había gustado un libro más que otro. Por eso me sorprendió muchísimo cuando, una tarde, nos pusimos a buscar una palabra en el diccionario (de papel, pues era para un ejercicio del colegio que, en principio, lo requería) descubrí que apenas se sabía el abecedario. Tenía que repetirlo varias veces y aun así, no estaba segura de que la pe viniera después de la o y la i antes de la jota.
—¿Qué más da? —me dijo—. Si lo busco en Google.
Sí, es cierto.
Pero me quedé pensando. El abecedario contiene las letras, los símbolos que forman las palabras con las que nos expresamos y, lo que es más importante, con las que enseñamos y aprendemos. Con el alfabeto se crea el idioma; no sólo el nuestro, sino muchísimos más (con alguna letra más o menos). Con estas 27 letras (en el alfabeto español) se han escrito libros como El Quijote, Fortunata y Jacinta, y Cien años de soledad. Es la base de la comunicación. Aunque es bien cierto que los humanos se comunicaban antes de tener abecedario.
Así que no me voy a poner en plan abuela cebolleta que echa de menos los cánticos escolares con los que nos aprendimos las letras. De hecho, aquel día no me puse en plan tía pesada y, después de que mi sobri diera unas cuantas vueltas al diccionario de papel, dejé que buscara en Google. Hizo unos deberes estupendos y sacó buena nota, como siempre.
Quizá no sea necesario aprenderse el abecedario, aunque hay quien opina que sí. No soy experta en educación, ni voy a elaborar una teoría. De hecho, me diréis que, durante años, la mayoría de la población no sabía leer ni escribir. Solo quería plantear la duda aquí, porque el mundo tecnológico en el que estamos inmersos, va a permitir que dejemos de hacer muchas de las cosas que hacemos ahora. Vamos a dejar de conducir, de limpiar la escalera, de teclear… Pero vamos a seguir necesitando este sistema de comunicación que es la lengua ¿o no? Las nuevas generaciones tendrán que aprender los mil códigos informáticos a los que yo he llegado tarde y que no son otra cosa que un lenguaje también, un lenguaje que no existiría de no existir previamente la lengua hablada y escrita.
¿Qué os parece? ¿Qué tal os sabéis el abecedario?
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