
Intrusismo laboral
Las redes sociales me fascinan, creo que ya lo sabéis. En Twitter, por ejemplo, no es difícil encontrar portentosos «hilos» —que no son otra cosa que tuits encadenados de la extensión de un artículo corto— sobre arte, el campo, los frutos silvestres, jazz, cine. Se organizan charlas sobre los temas más peregrinos, pero también sobre los más interesantes. Uno de estos debates captó mi atención al poco tiempo de estrenarme yo en esta galaxia: el intrusismo laboral en la traducción. Después he ido viendo que aparece de tanto en tanto y, a veces, los interlocutores hubieran llegado a las manos, de no ser porque están delante de una pantalla. Esto me ha hecho preguntarme: ¿Soy una intrusa?
La primera vez que vi una discusión sobre esto, una colega traductora de mi quinta (baby boomers nacidas en la segunda mitad del siglo XX) «hablaba» por Twitter con otra más joven. Mi amiga boomer decía que ella no había estudiado Traducción, había estudiado Filología, conocía la lengua de la que traducía igual de bien que el español, su madre es una traductora premiada, que echaba una mano en sus inicios; se había formado a base de leer en ambos idiomas, de buscar fuentes, de ir a bibliotecas, en fin, a base de traducir. La joven aseguraba que sin la carrera de Traducción, esto no es posible, es intrusismo laboral. Pero hay un detalle, querida joven, cuando mi amiga boomer y yo estudiamos, allá por los primeros años 80, no existía dicha carrera.
Soy una intrusa
Yo tampoco he estudiado Traducción; no he estudiado Edición; ni nada relacionado con el arte de impartir clases, ni siquiera he hecho el CAP, ahora llamado «Máster de Profesorado» o algo similar. Sin embargo, me gano la vida traduciendo, editando y corrigiendo libros, y dando alguna clase sobre estos temas.
Empecé a traducir para editoriales porque Ymelda Navajo necesitaba traductores cuando puso en marcha el sello Temas de Hoy —del Grupo Planeta— y una editora amiga, que trabajaba con ella, le dijo que yo era bilingüe. Entonces yo estaba estudiando Historia, en la Universidad Complutense de Madrid, daba clases particulares de inglés y hacía las veces de guía turística y profesora para la Fundación Ortega y Gasset. (Tampoco había estudiado para este trabajo y lo hice durante toda la carrera).
Al mundo de la edición llegué a través de la revista Historia 16, donde entré para hacer unas prácticas y me quedé tres años. Allí, unos compañeros habían estudiado Historia —como yo— y otros Periodismo. Allí traduje innumerables artículos y algunos de aquellos memorables fascículos que llamamos «Cuadernos». (No encontraréis mi nombre en ninguno, porque entonces el traductor era invisible y los lectores españoles estaban convencidos de que historiadores angloparlantes como Geoffrey Parker, Hugh Thomas o Stanley Payne escribían en español).
También fue en Historia 16 donde aprendí a hacer libros cuando la revista se convirtió en una pequeña editorial y lanzamos una colección de kiosco, con la que sacábamos dos libros al mes. Aprendí el oficio de corrector y también el de editor, sin que nadie me explicara exactamente cómo se hacía. Todos, incluido el jefe, corregíamos textos, seleccionábamos fotos para ilustrarlos, hacíamos índices onomásticos, ayudábamos a componer la maqueta. Todo a mano y tecleado en unas máquinas de escribir Olivetti sobre unos carritos de ruedas. Cuando tuve tarjeta de visita pusieron «Redactora», aunque lo que menos hice fue escribir.
Editores que no editan
Unos años más tarde, trabajé en Cátedra —del grupo Anaya—, donde llevé las colecciones de no ficción. Aquí, mi tarjeta de visita decía «Editora». En este sello utilicé todo lo que había aprendido en Historia 16 y, por supuesto, el inglés. Fue como hacer un master en Edición, algo que tampoco existía a finales de los años 90. Sabía casi todo sobre la corrección de originales y de pruebas, nada sobre la contratación de un libro.
En Cátedra aprendí a hacer ofertas, a pujar cuando otras editoriales estaban queriendo hacerse con el mismo título, empecé a conocer a las agentes literarias, sugería libros que me parecía que tenían cabida en el sello, descartaba los que no. Allí descubrí que un editor —cuando ya lo llaman «ejecutivo»— no es quien corrige los textos, es quien gestiona todo el proceso de edición desde que se contrata hasta que llega a publicarse: derechos, contrato, fecha de salida, y sí, la corrección o la traducción, si hace falta. Lo gestiona, pero no corrige, ni traduce. Hablé de esto aquí. Allí, la otra editora, Josune García —era quien llevaba todas las colecciones de narrativa y ahora es la directora del sello—, había empezado del mismo modo que yo: corrigiendo pruebas. Después, había ido subiendo, pasito a pasito hasta ser «editora ejecutiva». En Cátedra también descubrí que esto era lo habitual: entrabas de corrector y, a medida que aprendías, pasabas a ser editor.
Cuando, a principios del siglo XXI, tras un tiempo trabajando como autónoma, llegué a Taurus —entonces un sello del Grupo Santillana y ahora perteneciente a Penguin Random House—, las cosas habían cambiado por completo. Los libros se podían hacer mucho más rápido con un ordenador. Se podían corregir en pantalla, no hacía falta imprimirlos. El ordenador «ordenaba» los nombres de los índices alfabéticos. ¡Albricias! El futuro ya estaba aquí.
Las editoriales se dieron cuenta de que se podía prescindir de los correctores en plantilla, se podían enviar los libros a corregir «fuera». Se hacían muchos más libros, mucho más baratos, con mucha menos gente. Todo se externalizaba. Los traductores, por supuesto, y los correctores y editores del texto, también.
Los intrusos son los demás
Lo que urgía era tener ideas, publicar el libro más original antes que la competencia. Se pedía consejo al departamento de Prensa, a los periodistas amigos de la casa. Surgió la idea de que esos periodistas podrían ser buenos editores, buenos «cazadores de tendencias», quienes trabajaban en los departamentos de Prensa podían pasar al departamento de Edición. No sabían corregir textos, ni sugerir cambios en la estructura de un libro, tampoco traducían, ni reescribían una novela, pero tenían contactos, conocían a gente que sabía escribir, se les ocurrían temas que podrían convertirse en libro. A los que habíamos llegado antes nos parecía que no eran editores, no conocían el oficio a fondo, no se habían tenido que arremangar. Se instalaban directamente en el puesto al que nosotras habíamos tardado años en llegar. Las que habíamos empezado nuestro periplo corrigiendo con el bolígrafo rojo éramos las verdaderos editoras. ¿No?
Nos rendimos a la evidencia: el mundo había cambiado y el oficio de editor cambiaba con él. Surgieron los másteres de Edición y algunas de nosotras, de esas editoras que empezamos con boli rojo, dimos clases sobre esto y sobre cómo estaba cambiando todo. Nuestros alumnos estaban emocionados de poder estudiar para trabajar en una editorial. A nosotras nos emocionaba transmitir lo que habíamos aprendido a lo largo de esos lustros. Nadie nos había dicho cómo se daba una clase, qué hacer para atraer la atención de esos alumnos entusiastas, cómo conseguir que no perdieran el entusiasmo.
También soy una traidora
Tampoco me explicaron nunca qué debía y no debía hacer para traducir mi primer libro, aquel que me encargó Ymelda Navajo, que se titulaba Sexo para uno (no hace falta que diga aquí de qué trataba). Es más que probable que no esté muy bien traducido, no porque el tema fuera algo ignoto (me gustaría introducir un emoji muerto de risa), sino porque no tenía experiencia traduciendo, ni siquiera la tenía entonces como correctora, así que seguro que metí toda clase de patas, seguro que lo hice a toda velocidad (la que permitía una máquina de escribir eléctrica), porque querría que me pagaran pronto, porque tendría exámenes, que para mí, en ese momento, eran mucho más importantes que una traducción sobre la masturbación femenina.
Nadie me alertó sobre las mil cosas de las que hay que estar pendiente al traducir, porque no existía la posibilidad de estudiar Traducción y, aunque hubiera existido, es muy probable que no lo hubiera estudiado. Se consideraba que era algo que uno hacía porque hablaba y escribía muy bien dos idiomas y, a ser posible, era buen lector. No es muy diferente de lo que ocurre con los escritores. Hoy, en España, se sigue considerando que un escritor lo es sin más, porque «leía mucho de pequeño». No vemos al escritor como alguien que haya estudiado «Escritura» en una universidad. ¿Cuántos escritores conocemos que hayan hecho un máster de Escritura Creativa? Entonces, ¿todos los escritores son unos intrusos? No lo creo.
Aunque he tenido momentos de duda y, por supuesto, me persigue el síndrome del impostor, creo que puedo decir que, después de casi treinta años dedicándome a esto, soy editora, traductora y profesora ocasional.
¿Qué os parece el intrusismo laboral? ¿Sois intrusos? ¿O estáis rodeados de otros que lo son?
Creo que era María Montesori quien decía que se aprende «haciendo». Genial el artículo, Ana.
¡Gracias, Diana! Sabes que tus comentarios me animan mucho. Besos.